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jueves, 27 de septiembre de 2012

DE CÓRDOBA A CERRO MURIANO

El tramo Córdoba-Cerro Muriano siempre fue un reto para los ferroviarios. En sólo 17,5 kilómetros la vía sube 398 metros de desnivel, desde la cota 117 hasta la 515, comenzando la subida en el kilómetro 4, con una rampa de 18 milésimas, que en ocasiones llega a las 30 y hasta las 33 milésimas durante casi 400 metros en el kilómetro 17, todo ello con curvas cuyo radio en algunas ocasiones es de sólo 180 metros. Si la subida era dura (con doble locomotora, una tirando otra empujando, a lo que llamaban "dar la doble"), más difícil aún era la bajada (y el estrelladero de Los Pradillos sigue ahí para atestiguarlo).
El relato que transcribimos a continuación, escrito por Antonio Montilla Lucena, recoge esas peripecias y nos recuerda lo duro de la profesión de maquinista y fogonero en aquellas locomotoras de vapor. Cuenta lo sucedido a su tío, Joaquín Lucena López, y fue publicado en la revista TREN del verano de 1988, revista que se edita por la Asociación Sevillana de Amigos del Ferrocarril (ASAF). A todos ellos agradecemos el permitirnos publicar y recuperar esta historia para nuestro blog.


Tren correo subiendo a Cerro Muriano con doble tracción - 1951
A partir de aquí, esta es la historia, tal cual se publicó (sólo le hemos añadido las fotos).  

RECUERDO QUE...

Aquella mañana a las siete, cuando el enorme despertador de dos campanas me sacó de mis sueños, me levanté de un salto más contento que de costumbre. Tenía motivos para ello. Había superado ya los exámenes teórico y práctico para la autorización de maquinista. El día anterior al regulador de la 2532 había llevado el correo hasta Montilla y de regreso, con la 2518, la de construcción rusa, había bajado "el pescaero” desde Montilla hasta Montemayor sin pedir freno, sólo con el contravapor. Por fin hoy, tras la prueba sobre mecánica, que como siempre consistiría en simular la rotura de una biela motora, tendría mi nombramiento de maquinista.
Cuando salí de casa estaba amaneciendo y el cielo totalmente cu­bierto amenazaba lluvia. Por el camino, abrigado con mi tabardo de cuero, fui repasando mentalmente todas las operaciones que debería realizar y que por haber trabajado en talleres me sabía de memoria.
Estábamos a punto de comenzar la prueba cuando el auxiliar encargado de nombrar los servicios se presentó preocupado.
- La máquina que ha dado la doble al de las 3,30 aún no ha bajado y tenemos otro tren a punto de salir -le dijo al jefe -.
- Joaquín, lo que vamos a hacer lo conoces de sobra,  -dijo el jefe, dirigiéndose a mí tras pensarlo un momento- coge la 2272 y da la do­ble a ese tren. Llévate de fogonero a Tomás, el soldado que acaba de llegar.
De este modo me vi convertido en maquinista antes de lo que esperaba y con un fogonero también a estrenar.
Nos situamos en cola y con una “cuatrocientas” en cabeza enfilamos las duras rampas de la línea de Almorchón. El tiempo habla ido empeorando y llovía abundantemente, por lo que la maquina patinaba y avanzábamos con dificultad. Recuerdo que en algunas ocasiones tuve que palear carbón, ya que la inexperiencia de Tomás era manifiesta.
Entrada a La Balanzona bajando desde Cerro Muriano
Por aquella época la orden era dar la doble enganchados hasta Cerro Muriano, pero ahora me viene a la memoria que durante mucho tiempo a partir de La Balanzona la máquina de cola circulaba desenganchada y con autorización de regreso hasta el final de la rampa, en el Km 17,120. En este trayecto se encuentra el tunel 5 y a su salida un pequeño tramo de unos cien metros en horizontal. La máquina de cabeza, siempre más potente, cuando llegaba a esta parte llana se recuperaba un poco y cogía velocidad, mientras, la de cola aún en el túnel patinaba y perdía contacto con el tren. Cuando al fin lograbas salir cegado por el humo de las dos máquinas veías que se te había ido el tren. Tomabas velocidad y justo en ese momento el tren, que reemprendía la subida, se quedaba "clavado" con lo que sí no andabas listo te subías encima.
Para evitar esto, aun cuando estaba prohibido y solo por el afán de cumplir, si se preveía una subida difícil, en La Balanzona se enganchaba la máquina con la brida del último vagón y llegados al punto de regreso, tendidos sobre la delantera de la máquina se desenganchaba, ya que al ir empujando el gancho de tracción iba flojo. Si en ese momento uno no andaba listo o la maquina patinaba, la de cabeza llegaba al cambio de rasante y tomaba velocidad con lo que ya era imposible desenganchar y te plantabas en Cerro Muriano. Una vez detenidos y sin mediar palabra se retrocedía hasta La Balanzona donde nos preguntaban con sorna:
- ¿Parece que habéis tardado mucho?
- Sí, es que nos ha costado mucho subir. -De sobra sabíamos todos el motivo de la tardanza-.

Estrelladero de Los Pradillos,
el último "freno" de urgencia antes de llegar a Córdoba
Aquel día, al llegar a Cerro Muriano nos esperaba la 2517 que tenía que haber hecho el servicio y recibimos orden de acoplarnos para volver a Córdoba antes de que subiera un especial, así que sin pérdida de tiempo iniciamos el descenso circulando las dos máquinas invertidas y con la nuestra en cabeza. La situación no podía ser más penosa. La lluvia batía toda la cabina, y Tomás, cuando no paleaba carbón, permanecía acurrucado en el lado izquierdo de la marquesina. Yo con el tabardo sobre la cabeza y la mano en la palanca de freno trataba, de adivinar más que de ver la vía. Nos detuvimos un momento en La Balanzona para firmar los boletines y reanudamos la marcha.

A la salida del túnel, de 323 metros colindante con la estación, el más largo de la línea, donde la vía discurre en curva, a media ladera, un alud de piedras y barro caía de la cima del monte. Una enorme piedra de más de un metro cúbico nos golpeó en la caja de grasa de la primera rueda del ténder y nos sacó de la via.

- !Tomás agárrate! -apenas me dio tiempo a gritar-.

Creo que perdí momentáneamente el conocimiento pues lo siguiente que recuerdo es que estaba en el suelo junto a la máquina, chorreando y completamente embarrado. Me levanté aturdido y mi primera reacción fue buscar al fogonero.

- !Tomás, Tomás! –llamé-.
- !Aquí estoy!, ayúdame a salir.

Al volcar, el ténder se había doblado abriendo un hueco entre él y la máquina, donde había caído mi compañero y permanecía atrapado.

- ¿Cómo estás?
- Yo estoy bien, échame una mano, pero, ¿y tú? !Tienes sangre!

Entonces me dí cuenta de que por mi cara caía un reguerillo de sangre de una herida que tenía en la cabeza. Ayudé a salir a Tomás y corrimos a ver si a la otra pareja le había ocurrido algo, pero afortunadamente solo tenían magulladuras.

El espectáculo era dantesco, en medio de un infierno de agua y barro nuestra máquina estaba completamente volcada junto a su propio fuego desparramado ya que en el vuelco había perdido el emparrillado. Milagrosamente, el gancho de tracción no se había roto y la otra máquina, que aunque descarrilada permanecía sobre la caja de la vía, nos había aguantado. De no ser por ello habríamos rodado sin duda al fondo del barranco.
Una vez nos hicimos cargo de la situación mandé a mi compañero a proteger la vía en dirección Córdoba por si el alud había cortado la comunicación telefónica, mientras yo a través, del túnel me dirigía a la estación. Al entrar en el mismo, el guardagujas con un farol en la mano, el Jefe de estación y su hija, avisados por un labrador que desde la cima presenció el accidente se dirigían a nosotros.
Algo más tranquilo y después de curarme la herida con el botiquín de la estación regresé al lugar del descarrilo, donde permanecimos hasta casi las diez de la noche colaborando en los trabajos, una vez que llegó el tren de socorro.

Solo dieciséis horas estuvo interceptada la vía, lo cual es toda una proeza, teniendo en cuenta que en aquellos tiempos no había grúa y la máquina tuvo que ser devuelta a la vía mediante cables, de los que tiraban varias locomotoras que fueron requeridas con este fin.
Aún hoy no consigo explicarme cómo resistió el gancho, cuando yo los había visto partirse y cortarse los trenes sólo por una diferencia en el apretado de los husillos por los guardafrenos, que en sus garitas se encargaban de parar los trenes a golpe de silbato.
Sea como fuere, gracias a aquel gancho de tracción, de excepcional calidad, puedo hoy contar esta historia de mi primer día de maquinista, que estuvo a punto de ser el último.

Vía y barranco a la salida del túnel de La Balanzona,
donde ocurrió el descarrilo
***
NOTAS:
       -          Esta narración corresponde a un hecho real acontecido en marzo de 1.952.

-          Las locomotoras 030-2517 y 2518 fueron construidas por Societé Russe en 1.883, siendo las únicas locomotoras de origen ruso en nuestro país y cuyas placas se exponen en el Museo Nacional Ferroviario gracias a la previsión de D. Juan Afán que las salvó del desguace y las envió a dicha entidad.

-          La locomotora 040-2272 era compañera de la 2273, conservada, si bien en lamentable estado, en la rotonda del Depósito de San Jerónimo.

-          Las “cuatrocientas” formaron la serie 240-2001/2050, ex Andaluces 401/450 de donde les viene el nombre.

       -          Más información e imagenes en:
Los tiempos del vapor en Renfe, Pags. 96, 98, 146 y 169.
Construcción de locomotoras de vapor en Espada. Pag. 32.
Last steam locomotives of Spain & Portugal. Pag. 63.
Parque motor. Vol, I y II.
Historia de los ferrocarriles españoles. (El Córdoba-Belmez). Pag. 354 en 2ª edición.

A.  Montilla
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jueves, 29 de septiembre de 2011

Los rosales de la estación de Valsequillo

D. Juan Afán Alcaraz, Presidente de la Asociación Cordobesa de Amigos del Ferrocarril (ACAF) hasta su fallecimiento en 1996, a menudo contaba anécdotas de su vida como ferroviario. Empezó en la tracción de la Compañía de los FC Andaluces, mucho antes de la Guerra Civil, y era un libro abierto en lo que al ferrocarril se refiere. En la última jornada organizada por la ACAF la pasada primavera se hicieron referencias a él en varias ocasiones, siempre lamentando que apenas dejara nada escrito y que casi todo son anécdotas o historias que han hido pasando de boca en boca entre los que lo conocieron.

Personalmente, oí esta historia en la ACAF allá por el año 1998, y después la he podido leer en varias ocasiones, la primera en un suplemento de El País del 11 de agosto de 2002, y al menos en dos ocasiones más, publicadas en 2006 (Revista "Líneas del Tren") y 2008 (en el libro "Viendo pasar los trenes"), narrada siempre por Fernando F. Sanz, en un particular homenaje a su amigo Juan, refiriéndose a su participación en uno de esos trenes blindados que circularon por la línea a Almorchón a los que ya se ha hecho mención en este blog.

"En el verano de 1937, Juan Afán prestaba servicio en uno de estos trenes en el frente de Sierra Morena, en las proximidades de Peñarroya. En aquel frente, inmovilizado durante meses, había una gran zona de nadie, de casi 15 kilómetros, que separaba a los contendientes, sin pueblos ni ríos ni ningún reducto de interés estratégico. Únicamente seguía intacta la línea férrea que desde Córdoba subía hasta Almorchón, en la provincia de Badajoz. La última estación en poder de los nacionales era la de la importante ciudad industrial de Peñarroya, mientras los republicanos se habían apostado en Zújar, con avanzadillas en Valsequillo, la estación siguiente en dirección al frente. En tierra de nadie, había quedado la estación de La Granjuela, visible desde las elevaciones de Peñarroya.

Alguien dio un día la orden de que los ocupantes del tren blindado se acercaran en operación de patrulla por la vía hasta La Granjuela, manejando una de las vagonetas, conocidas entre los ferroviarios como “zorrillas”, tal vez por el esfuerzo que suponía moverlas a fuerza de brazos. Y allí se fueron una quincena de los soldados del tren blindado. Llegaron ya anochecido y se establecieron las guardias correspondientes. Una de ellas le correspondió precisamente a Juan Afán. El resto se metió en la estación. Allí encendieron un fuego en la chimenea, prepararon la comida y después se pusieron a jugar a las cartas. Era gente joven, ansiosa de vivir, que tal vez consideraban aquel viaje como una excursión, sin tener conciencia de que estaban en guerra.

De pronto, empezaron a sonar cañonazos y a caer obuses en las inmediaciones. Juan Afán, desde su puesto de guardia, a un centenar de metros de la estación, advirtió que el fuego de la chimenea era muy visible en la oscuridad de la noche. Dio grandes voces para avisar a sus compañeros y, como no debieron oírle, inició una carrera para avisarlos.

Apenas había recorrido unos pasos cuando uno de los obuses dio de lleno en el edificio de la estación, derrumbándolo y sepultando con sus escombros a los que estaban dentro. Todos murieron.

Los otros tres compañeros, que se habían repartido las guardias con Juan Afán, se acercaron a las proximidades de la estación, cuando comprobaron que los cañones se habían silenciado. Convinieron en que había que salir de allí antes de amanecer porque era probable que el enemigo observara todos los movimientos a la luz del día y con seguridad volverían a cañonearlos o, peor aún, podrían mandar una patrulla para acabar con ellos.

Pero Afán y sus tres compañeros no quisieron dejar abandonados a los que habían muerto y con las mantas que todos llevaban, recogieron los restos de los 12 cadáveres descuartizados, irreconocibles, con varias cabezas, brazos y piernas sueltos. Solo pudieron localizar con certeza a uno por el llamativo correaje que lucía en su uniforme. Al cabo de muchos años, Juan Afán recordaba todavía su nombre. Se llamaba Jesús Huete Espeso y era de La Roda de Albacete, donde trabajaba en la estación como factor de circulación.
Colocados los restos que pudieron rescatar sobre la vagoneta, tuvieron que emprender el duro camino de vuelta por la vía, con menores relevos en la palanca de vaivén de la 'zorrilla' y mayor congoja que a la ida porque ahora llevaban los cadáveres de sus compañeros muertos.

Al llegar a Valsequillo, esa misma mañana, cavaron una gran fosa cuadrada frente a la estación y allí enterraron los cuerpos y los restos. Sembraron un rosal por cada uno de los muertos y rodearon la fosa con alambre de espino para que las alimañas no excavaran aquellas tumbas improvisadas. Cuando concluyó la guerra, y después de sufrir el proceso de depuración a que fueron sometidos todos los ferroviarios que quedaron en la zona republicana, Juan Afán pudo volver a su trabajo de maquinista y, cosas del azar, durante varios años trabajó en la misma línea entre Almorchón y Córdoba, donde había estado durante la guerra con el tren blindado.

Cada vez que pasaba por la estación de Valsequillo contemplaba los rosales florecidos donde reposaban los restos de sus antiguos compañeros muertos".
 
La historia, hasta aquí narrada por Fernando F. Sanz, tiene una segunda parte, menos conocida pero también interesante, y en este caso es nuestro amigo Álvaro Olivares Olmedilla, actual presidente de la ACAF, quien la cuenta:

"Cuando unos años después, redestinado en Córdoba, se encontraba circulando con su locomotora por esta línea y en concreto entre Peñarroya y La Granjuela, quien lo acompañaba de fogonero, que llevaba trabajando tan sólo unos días con él por baja temporal del titular, estaba asomado a la ventanilla de la cabina mirando el alto donde se encontraba aquella batería artillera y comentó, sin saber a quién se lo decía, que durante la Guerra Civil fue cabo 1º en la misma y que había un tren blindado circulando por ahí al que, a pesar de intentarlo muchas veces, nunca consiguió alcanzar con sus disparos.

Al oír esto Juan se quedó frío y espantado pero en silencio, como si aquello no hubiera tenido importancia. No dijo nada porque sabía que se trataba de alguien “colocado” en RENFE, por sus servicios durante la contienda y que si se sabía que él, Juan Afán, había tenido ese destino quizá acabara siendo objeto de trato discriminatorio en su trabajo por parte de compañeros y superiores, así como se podría haber encontrado con impedimentos para progresar en su carrera ferroviaria, lo que ya había visto en el caso de un maquinista identificado como “rojo” a quien le asignaban los peores servicios y el peor material de tracción por años".

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