Es un hecho que desde el inicio de los tiempos el ser humano tiene necesidad de trascender, esto es, dejar algo en el mundo o en la realidad que le rodea para que sea recordado por los que vengan detrás de él, conocidos o desconocidos. Lógicamente, este comportamiento tan tan humano no tiene edad, estando condicionado por la habilidad de quien lo realiza, por su dinero y su poder. De este modo puede manifestarse en múltiples formatos, desde una simple acera de hormigón fresco recién hecha por un obrero (Fulanito hizo esto, con su fecha), en un tocón de árbol (adolescente A ama a adolescente B adornado con un corazón), el arte (Altamira, escribir un libro), la arquitectura (Empire State, Golden Gate, pirámides de Egipto), la ingeniería (Torre Eiffel). Uno puede trascender también de forma voluntaria, como en los casos anteriores, o de manera involuntaria. Tal es el caso de algunos descubrimientos médicos y/o científicos como la penicilina (Fleming). Aquellos que no tienen ni la habilidad, ni el poder el dinero o el arte para trascender a través de los canales anteriores optan, normalmente por la vía sexual o genética para hacerlo: teniendo un hijo o varios.
En muchos casos, quizá demasiados, no conseguir dejar un legado digno de la medida de su ego puede provocar frustración y depresión sin importar el tamaño o la condición de la persona que lo invoque. La historia está llena de personas tristes y almas en pena a las que una calle en su pueblo o en su ciudad no les pareció suficiente para premiar lo que su juicio era una gran obra en vida.
La sala de espera de la Estación de Peñarroya de vía métrica, que está siendo rehabilitada como Museo Ángel Perry con la fondos del Área de Participación ciudadana de Diputación de Córdoba, ofrece una interesante muestra de divulgación del yo, cuando no del aburrimiento del ser humano. Y es que los trenes de esta línea nunca se caracterizaron por la puntualidad. Uno o una podía pegarse horas esperando la llegada del tren que lo llevara, lógicamente tarde, a su destino en ese cubículo gris, taciturno e íntimo, que lo en un lugar ideal para la creación.
Dibujos de la moda de París, entendemos que inspirados en alguna mujer francesa real que vivía en la localidad, caras grotescas, graciosas, deformes e infantiles, mensajes explícitos con nombres y apellidos de los autores, fechas en números romanos que se remontan a los años 40 del siglo pasado, alegorías con faltas ortográficas del barrio en el que se vive son sólo algunos ejemplos del gusto por la inmortalidad, por el dibujo y por la escritura de algunos de los peñarriblenses que contaron las horas esperando su tren.
Todas estas formas de expresión aparentemente absurdas por esperadas son para La Maquinilla un tesoro que imprime singularidad a este edificio ferroviario ya de por si singular y sin duda merecen ser protegidas por la información sobre los usos, costumbres y hábitos que contienen sobre los seres humanos que nos precedieron hace más de medio siglo. Sin las voces y conversaciones que se mantuvieron allí, estas inscripciones y bocetos hacen de la sala de espera de esta estación una caja de resonancia de la sociedad de la que somos herederos.
Evidentemente, es muy probable que los autores y autoras de los mensajes y grafitis de esta sala ya no estén entre nosotros. Quizá sus descendientes si lo estén aunque dada la pertinaz migración que padece la zona no nos atrevemos aseverar que sean ya vecinos nuestros. Asumida la imposibilidad de comunicarnos con ellos lo único que sabemos es que lograron su objetivo: trascender. ¡Felicidades! ¡Y gracias por este legado!
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