sábado, 27 de agosto de 2011

MI PADRE FUE ARROLLADO POR UN TREN

En otra ocasión hablaré con más detenimiento del amigo José Antonio Ortega Anguiano, uno de los mejores conocedores de la línea de Belmez a Córdoba (si no el que más). Por ahora me voy a limitar a publicar un relato que escribió en memoria de su padre. Su título completo es "Mi padre fue arrollado por un tren. Crónica de un sencillo accidente", y narra unos hechos en la línea de vía estrecha entre Peñarroya y Fuente Obejuna.

Estación de Fuente Obejuna
Mi padre siempre estaba hablando de la guerra contándonos miles de vivencias y de anécdotas una vez y otra que ya sabíamos de memoria, pero, aquella noche, en El Vacar, en la casa de campo de mi hermana, cuando apenas si le quedaban un año o dos de vida, nos habló de todo aquello con una dimensión inédita a la que nunca se había aproximado, entre otras cosas, porque nos contó hechos que jamás habíamos oído antes y nos reveló sentimientos que perennemente había guardado para que no afloraran.

Comenzó, sin venir a cuento, con un “a mí me arrolló un tren”, que fue recibido por la familia con una mirada furtiva de estupor y la incredulidad que produce en cualquiera la afirmación taxativa de un viejo. Lo había atropellado el tren y nunca nos lo había contado… Había que prestar atención para que después pudiésemos murmurar a sus espaldas sobre su capacidad de reinterpretar todo lo que le había pasado, porque nunca contaba una misma cosa como lo había hecho en un momento precedente. Dispuestos a reírnos a su costa nos fuimos sentando en torno al fuego de la chimenea. “Fue cuando yo estaba destinado como cabo de cocina en el frente de Peñarroya”, dijo sin dejar de mirar las llamas. Esto último sí que lo sabíamos ya, por lo que intuimos que la historia iba a discurrir por los mismos parámetros en los que se encuadraban eternamente sus relatos. O sea, que al final nos iba a contar algo ya sabido... 

“Iba en una camioneta de Intendencia a comprar comida a Fuente Obejuna con el conductor y dos soldados más. Yo iba sentado en la cabina y los otros dentro de la caja. Al llegar a un paso a nivel se nos echó encima el tren de vía estrecha de Fuente del Arco a Puertollano y nos arrastró un puñado de metros por delante”. 

Pues no, aquello no lo había contado nunca, pero, no encajaba y había que comenzar las puntualizaciones… ¿No habían visto al tren? “Es que el camino estaba excavado en una trinchera para ponerlo a ras con la vía que estaba embutida en otra también alta y no había visibilidad. Además, el cruce estaba en una curva y por eso no lo vimos”.
Bueno, había sorteado la primera prueba, pero, ¿había habido algún herido? Y a él, ¿le había ocurrido algo? Pues no, “no le pasó nada a nadie”.
Ser arrastrado por un tren es una cosa seria. ¿Cómo era posible tanta suerte? “Los compañeros no tuvieron ni un rasguño”, dijo para aseverar otra vez lo que acababa de confirmarnos y luego sacó su segundo as de la manga. 

“La verdad es que a mí sí”, expresó mientras los demás nos sumergíamos en una nueva posibilidad de descubrir que aquello no se ajustaba a la verdad por lo descabellado de haberlo mantenido oculto durante una vida entera cuando siempre había sido tan buen conversador y un magnífico cronista de sí mismo. “Cuando el tren pudo pararse y terminamos de dar volteretas, yo me quedé con la cabeza metida entre los pedales de freno sin poder sacarla”, dijo y todos dimos una carcajada. “La camioneta estaba volcada sobre un lado y yo tenía los pies para arriba y la cabeza entre los frenos sin poder sacarla”, repitió de nuevo cuando reprimimos nuestras risas para que siguiera.

“Los compañeros que iban detrás salieron despedidos y el conductor se zafó de allí cuando pudo desembarazarse del revoltillo en que habíamos quedado cuando se detuvo el tren. Entonces, se pusieron de pie sobre el costado del vehículo para ayudarme. Comenzaron a tirar de mí por los tobillos, que me asomaban por fuera de la ventanilla del acompañante, pero, la cabeza no salía y empecé a dales gritos diciéndoles que me la arrancaban”, comentó gesticulando mientras todos prorrumpimos en otra carcajada. 

“Al final, no me acuerdo cómo, la saqué, me salí de la cabina como pude y comenzaron los interrogatorios mutuos y a mirarnos los unos a los otros mientras nos rodeaban el maquinista, el fogonero, el jefe de tren y dos o tres operarios que servían de guardafrenos en el convoy de mercancías que había ocasionado aquello. Una vez convencidos todos de que no había pasado nada, me dio un ataque de nervios...” dijo, y otra vez empezamos a reírnos mientras él, la boca de medio lado esbozando su maravillosa sonrisa, completaba el panorama de lo dicho. “No me había matado el tren y me iban a matar aquellos cabrones tirándome de los pies...”, decía mientras provocaba otra vez nuestra hilaridad. 

“Estuve dos o tres días en el hospital militar de Córdoba hasta que me recuperé...”, siguió diciendo y, como hacía siempre, nos contó otra vez lo mismo fraccionándolo en trozos que no conservaban su cronología primigenia, así que, como ocurría en estos casos, nos fuimos levantando de su lado y nos distribuimos por el salón de la casa manifestando un interés que no teníamos ya mientras le hacíamos ver a duras penas que seguíamos un anárquico relato que ya conocíamos.

Deseando que acabase pronto, y mientras algunos habíamos comenzado ya a charlar entre nosotros de otra cosa, nos obligó a mantener de nuevo la atención cuando nos dijo: “pero, ahí no acabó la cosa”. Vaya, otra historia más, pero esta vez nadie se sentó a su lado porque no iba a ser más interesante que el relato de un protagonista que es atropellado por un tren, de cuya autenticidad habíamos dudado en un principio, pero, del que sabíamos ahora que era cierto aunque lo hubiese magnificado mediante el perfecto control que tenía de lo que contaba. 

“Meses después tuvimos que ir a Fuente Obejuna a ver al Juez...” ¿Para qué?, nos preguntamos. “Era un accidente grave y eso tiene un juicio”, nos aclaró. “Nos dieron permiso en el frente. Llegamos una mañana muy temprano. Buscamos un bar que estuviese abierto ya para tomar café y encontramos uno. Había poca gente. Nos sentamos los cuatro en una mesa y, cuando nos sirvió, le preguntamos al dueño por la calle a la que teníamos que ir. Al poco, llegaron dos hombres que se quedaron en la barra”.
“Cuando acabamos, llamamos al dueño para pagarle. Se acercó y nos dijo que estábamos invitados. Nos extrañamos... Allí no nos conocía nadie. “Lo han pagado aquellos señores”, dijo señalando a los dos que habían entrado tras nosotros y se volvió a meter tras el mostrador. 

Y mi padre, que si algo le sobraba era extroversión, seguridad en sí mismo y afán de protagonismo, se levantó y se fue hasta donde estaban ellos.
“Señores: no nos conocemos... ¿A qué se debe esto?”, les preguntó y los otros le miraron abatidos. “Somos el maquinista y el fogonero del tren”, le respondieron. “Ah, les dije yo, pues nada, si nos han invitado ustedes, ahora les tenemos que convidar nosotros”.

Se sentaron a la mesa y pidieron seis copas de anís. Cuando dieron el primer sorbo, el maquinista les miró y les dijo: “Señores: tengo cuatro hijos...” Mi padre y sus acompañantes le miraron intensamente y el hombre captó la mezcla de sorpresa y anonadamiento que les había producido aquella confesión a bocajarro. “Nos ha citado el juez ¿Qué van a contarle ustedes?”, les preguntó. 
Mi padre se autoerigió otra vez en portavoz del grupo y comenzó a hablar de que “nosotros vamos a decir lo que pasó y nada más. Faltaría más... “Es que tengo cuatro hijos”, nos dijo otra vez el maquinista” y mi padre le contestó que “ellos no tuvieron la culpa. Que fue una cosa inevitable...”

Quizá fuera que no se había explicado bien o que yo no había sido capaz de adivinar cómo eran las piezas del rompecabezas del relato que él había guardado sabiamente para hacernos que mantuviésemos el interés, pero lo cierto es que le pregunté que a qué venía aquello de “los cuatro hijos del maquinista” y la pregunta de aquel hombre sobre lo que mi padre y sus compañeros iban a declarar en aquella vista.
Le cambió la faz poniendo un gesto grave. “Estábamos en guerra”, aclaró, “y la camioneta era un vehículo militar que había sido atacado...”


El maquinista y el fogonero salieron absueltos. Hasta puede que fuese un milagro que no los hicieran santos después de que mi padre le hablase al juez de lo buenas personas que eran y de la ausencia de intenciones antifranquistas de los dos conductores de la máquina...

Mi padre no decía mentiras cuando hablaba de lo que le ocurría. Sólo exageraba a veces o magnificaba lo contado.
Mi padre jamás reprimió su afán de quedar bien con cualquiera hasta el punto de rayar en el ámbito del esperpento.
Mi padre no era humilde cuando manifestaba su bondad, pero, qué más da si la tenía...
Mi padre era un buen maestro de la vida y yo no tuve la suerte de ser su alumno más aventajado, pero, qué más da si me quería y le quería...

José Antonio Ortega Anguiano

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